Fotografías y texto de Ricardo Ladino
Los habitantes de Santa Cruz del Islote viven tan juntos que no les preocupa lo que sus vecinos puedan decir de ellos; es más, los ven atravesar las salas y habitaciones de sus casas para llegar a su destino durante varias veces en el día y nadie se molesta por ello.
A una hora y cuarenta minutos en lancha desde Cartagena está el Archipiélago de San Bernardo, un lugar compuesto por 10 islas, considerado Parque Nacional Natural.
Una de esas islas se llama Santa Cruz o El Islote, como lo suelen llamar los habitantes de la región. Allí, en un poco menos de diez mil metros cuadrados (una hectárea), viven aproximadamente mil doscientas personas.
Una señora rayando coco, dos niños correteando a un perro, a lo lejos ritmos de champeta y una fuerte brisa que golpea en la cara constituyen el primer contacto que puede tener el turista con la isla.
A pesar de que por todos lados atracan lanchas de pescadores, los habitantes del islote llevan a los visitantes sólo por un muelle que da a una casa blanca, hogar de doña Rocío Barrios. “Yo digo que mi casa es como la Terminal”, asegura orgullosa la mujer, y cuenta que por su hogar pasa todo el que quiere empezar a conocer el islote, y es quien da la bienvenida a la isla.
“Mi hermano construyó el muelle como punto de partida y llegada de los viajes en lancha y a la vez para protegerse de las fuertes olas, que en invierno amenazaban con tragarse su hogar”, explica doña Rocío.
Atravesar el patio de su casa significa estar dentro de la isla. Gritos de niños se confunden con ritmos musicales, salidos de alguno de los equipos de sonido del lugar. De todas las puertas abiertas aparecen y desaparecen pequeños de diferentes edades, corretean por las estrechas calles y el islote completo se transforma en un colegio, donde pareciera que nunca hay clases.
Sus habitantes dicen que viven en el lugar más densamente poblado del mundo y el profesor Alexánder Artensio Gaspar confirma esa versión, y cuenta que gracias a esa característica el gobierno japonés obsequió uno de los edificios más altos de la isla: el centro educativo, que consta de tres niveles, tres aulas de clase y un cuarto salón, donde funcionan la rectoría, la biblioteca y cinco computadores que hacen las veces de sala de informática.
Con un espacio tan reducido y tantos grados escolares, los menores deben estudiar en tres jornadas. Así, el profesor Gaspar, un hombre joven, reservado y de piel morena, explica que de siete de la mañana a once y media estudian los niños de preescolar, primero y segundo de primaria; de la una de la tarde a las cinco y treinta, lo hacen tercero, cuarto y quinto de primaria; y en la jornada de las seis a las nueve y media de la noche asisten los jóvenes de sexto y séptimo de bachillerato. Él, profesor de Santa Cruz desde hace 4 años, es uno de los siete docentes que tiene el plantel.
Para sus habitantes nacer en el islote es motivo de orgullo y apego, y puede traer beneficios como por ejemplo no tener contacto directo con el conflicto armado. Pero también significa estar tan lejos del país que ni el agua, ni los sacerdotes llegan hasta allá. “Un bautizo nos cuesta 25 mil pesos y al cura tenemos que traerlo acá y volverlo a llevar, lo que significa gasto adicional de ACPM; y fuera de eso toca darle langosta de almuerzo y todo eso nos vale plata”, dice Celmira de Hoyos.
“No llueve ni en el invierno”
En Santa Cruz el agua es tan escasa como el espacio disponible para más construcciones y el invierno es tan esperado como temido. Paradójicamente los días de lluvia abastecen el único tanque de almacenamiento del lugar, pero los fuertes vientos acaban con los corrales de quienes tienen gallinas en incluso con algunos tejados de las casas.
“Nosotros tomamos agua de la lluvia y una o dos veces al año la Armada nos trae en un buque cisterna algo para llenar el tanque, porque aquí no llueve ni en invierno”, cuenta Víctor Julio, habitante del islote y padre de 5 hijos.
Dependiendo entonces de la generosidad de la Armada y de un invierno mezquino, los habitantes se ven obligados a acudir a tierra firme por el líquido, donde les cobran mil pesos por seis galones de agua. A eso le deben sumar el costo por el transporte.
“Yo le voy a decir una cosa, lo que realmente necesita esta gente es una planta desalinizadora para que puedan procesar y volver potable el agua del mar; pero eso cuesta 252 millones de pesos”, añade el profesor Gaspar.
Sin luz y sin médico
Al lado del agua, otro líquido tan escaso, pero tan necesario para su vida, se intenta conseguir día a día: el diesel, que mueve las lanchas, único medio de transporte que les permite acercarse al resto del mundo y alimenta la planta que permite que tengan energía eléctrica.
Por ello no saben si la tasa representativa del mercado se fue al alza o la baja, o si el barril de petróleo en el mercado mundial se cotiza hoy más barato que ayer, porque sus preocupaciones diarias son completamente diferentes: deben recoger 140 mil pesos diarios entre la comunidad para realizar un viaje hasta Tolú con el fin de comprar los veinte galones de diesel que consume la planta eléctrica.
Una casa debe cancelar dos mil pesos diarios por cuatro horas de energía eléctrica, de seis de la tarde a once de la noche, mientras que los negocios pagan seis mil. En Santa Cruz hay 97 casas, de las cuales 53 están conectadas al servicio de energía; las demás, decidieron cancelar el servicio pues ya que no pueden aportar la cuota diaria, según Blas Mesa, miembro de la Junta de Acción Comunal.
Y es que la luz es un lujo: una vivienda donde hay uno o dos bombillos paga entre sesenta mil y setenta y cinco mil pesos mensuales.
Según un estudio de agosto de 2007 del Parque Nacional Natural Islas del Rosario, el 39% de los mil doscientos habitantes son menores de 14 años. Si alguno se enferma no tienen más remedio que contratar una lancha, que demora una hora y media en llegar al hospital de Tolú.
En Santa Cruz del Islote no hay agua potable, no hay electricidad, no hay iglesia ni sacerdote, no hay cementerio y tampoco médico. Llevan más de cien años con los actuales problemas y todo este tiempo han vivido orgullosos.
Los habitantes de Santa Cruz del Islote viven tan juntos que no les preocupa lo que sus vecinos puedan decir de ellos; es más, los ven atravesar las salas y habitaciones de sus casas para llegar a su destino durante varias veces en el día y nadie se molesta por ello.
A una hora y cuarenta minutos en lancha desde Cartagena está el Archipiélago de San Bernardo, un lugar compuesto por 10 islas, considerado Parque Nacional Natural.
Una de esas islas se llama Santa Cruz o El Islote, como lo suelen llamar los habitantes de la región. Allí, en un poco menos de diez mil metros cuadrados (una hectárea), viven aproximadamente mil doscientas personas.
Una señora rayando coco, dos niños correteando a un perro, a lo lejos ritmos de champeta y una fuerte brisa que golpea en la cara constituyen el primer contacto que puede tener el turista con la isla.
A pesar de que por todos lados atracan lanchas de pescadores, los habitantes del islote llevan a los visitantes sólo por un muelle que da a una casa blanca, hogar de doña Rocío Barrios. “Yo digo que mi casa es como la Terminal”, asegura orgullosa la mujer, y cuenta que por su hogar pasa todo el que quiere empezar a conocer el islote, y es quien da la bienvenida a la isla.
“Mi hermano construyó el muelle como punto de partida y llegada de los viajes en lancha y a la vez para protegerse de las fuertes olas, que en invierno amenazaban con tragarse su hogar”, explica doña Rocío.
Atravesar el patio de su casa significa estar dentro de la isla. Gritos de niños se confunden con ritmos musicales, salidos de alguno de los equipos de sonido del lugar. De todas las puertas abiertas aparecen y desaparecen pequeños de diferentes edades, corretean por las estrechas calles y el islote completo se transforma en un colegio, donde pareciera que nunca hay clases.
Sus habitantes dicen que viven en el lugar más densamente poblado del mundo y el profesor Alexánder Artensio Gaspar confirma esa versión, y cuenta que gracias a esa característica el gobierno japonés obsequió uno de los edificios más altos de la isla: el centro educativo, que consta de tres niveles, tres aulas de clase y un cuarto salón, donde funcionan la rectoría, la biblioteca y cinco computadores que hacen las veces de sala de informática.
Con un espacio tan reducido y tantos grados escolares, los menores deben estudiar en tres jornadas. Así, el profesor Gaspar, un hombre joven, reservado y de piel morena, explica que de siete de la mañana a once y media estudian los niños de preescolar, primero y segundo de primaria; de la una de la tarde a las cinco y treinta, lo hacen tercero, cuarto y quinto de primaria; y en la jornada de las seis a las nueve y media de la noche asisten los jóvenes de sexto y séptimo de bachillerato. Él, profesor de Santa Cruz desde hace 4 años, es uno de los siete docentes que tiene el plantel.
Para sus habitantes nacer en el islote es motivo de orgullo y apego, y puede traer beneficios como por ejemplo no tener contacto directo con el conflicto armado. Pero también significa estar tan lejos del país que ni el agua, ni los sacerdotes llegan hasta allá. “Un bautizo nos cuesta 25 mil pesos y al cura tenemos que traerlo acá y volverlo a llevar, lo que significa gasto adicional de ACPM; y fuera de eso toca darle langosta de almuerzo y todo eso nos vale plata”, dice Celmira de Hoyos.
“No llueve ni en el invierno”
En Santa Cruz el agua es tan escasa como el espacio disponible para más construcciones y el invierno es tan esperado como temido. Paradójicamente los días de lluvia abastecen el único tanque de almacenamiento del lugar, pero los fuertes vientos acaban con los corrales de quienes tienen gallinas en incluso con algunos tejados de las casas.
“Nosotros tomamos agua de la lluvia y una o dos veces al año la Armada nos trae en un buque cisterna algo para llenar el tanque, porque aquí no llueve ni en invierno”, cuenta Víctor Julio, habitante del islote y padre de 5 hijos.
Dependiendo entonces de la generosidad de la Armada y de un invierno mezquino, los habitantes se ven obligados a acudir a tierra firme por el líquido, donde les cobran mil pesos por seis galones de agua. A eso le deben sumar el costo por el transporte.
“Yo le voy a decir una cosa, lo que realmente necesita esta gente es una planta desalinizadora para que puedan procesar y volver potable el agua del mar; pero eso cuesta 252 millones de pesos”, añade el profesor Gaspar.
Sin luz y sin médico
Al lado del agua, otro líquido tan escaso, pero tan necesario para su vida, se intenta conseguir día a día: el diesel, que mueve las lanchas, único medio de transporte que les permite acercarse al resto del mundo y alimenta la planta que permite que tengan energía eléctrica.
Por ello no saben si la tasa representativa del mercado se fue al alza o la baja, o si el barril de petróleo en el mercado mundial se cotiza hoy más barato que ayer, porque sus preocupaciones diarias son completamente diferentes: deben recoger 140 mil pesos diarios entre la comunidad para realizar un viaje hasta Tolú con el fin de comprar los veinte galones de diesel que consume la planta eléctrica.
Una casa debe cancelar dos mil pesos diarios por cuatro horas de energía eléctrica, de seis de la tarde a once de la noche, mientras que los negocios pagan seis mil. En Santa Cruz hay 97 casas, de las cuales 53 están conectadas al servicio de energía; las demás, decidieron cancelar el servicio pues ya que no pueden aportar la cuota diaria, según Blas Mesa, miembro de la Junta de Acción Comunal.
Y es que la luz es un lujo: una vivienda donde hay uno o dos bombillos paga entre sesenta mil y setenta y cinco mil pesos mensuales.
Según un estudio de agosto de 2007 del Parque Nacional Natural Islas del Rosario, el 39% de los mil doscientos habitantes son menores de 14 años. Si alguno se enferma no tienen más remedio que contratar una lancha, que demora una hora y media en llegar al hospital de Tolú.
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2 comentarios:
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